jueves, febrero 22, 2007

Moderna

No sabe a dónde ir ni qué hacer ahora que tanto el tiempo le sobra
y ni sabe cuánto le sobra desde que no hace ruido la arena del reloj.

Ahí la ví: sentada junto a la ruta, corazón de piedra sobre piedra.
Añorando su luna de plata y cicuta estaba la muerte pensando, quién sabe.
Tal vez en sus días de implacable y no en éstos, que las penas rondan ajenas, y una vino intrusa a arroparse justo en sus costillas y desde ahí le soplaba un pensamiento:
¿Qué hago ahora conmigo si ya nadie se juega el aliento?

La había visto antes pasar encapuchada por la estación de los últimos trenes.
No encontró a nadie, no señor, nada de nadie y no encontró
ni un suspiro suspirando por su dueño ni un sueño partido por el peso de los intentos.

Como llegó se fue después de ver al último tren de la niña irse, y sin niña corriéndole atrás.
Derramadas en el viento giraban por el suelo algunos viejos boletos y todavía giran,
giran penas, giran cosquillas y se juntan en una rejilla
para ser tan suelo como las baldozas que de a poco se enfrían.

¿Y la niña, me preguntan? Ya no deshoja margaritas, ni huele la miel de los panes lactales y es que algún canal lo hace por ella y ella lo mira marchita a la deriva de un sillón que sube, que sube y que baja en el vaivén de la marea de la luz del televisor.
Y eso le apenaba a la muerte, destituida de su imperio:
¡Qué demonio de caja, que hace de los cuerpos una sepultura para el alma!






Pasan los días, pasan

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